jueves, 12 de junio de 2008

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Rosario Díaz Araujo Gastrónoma


De la mala palabra
ASÍ LE LLAMABA mi abuela, demasiado pacata como para injuriar en voz alta.
Ají putaparió, páprika, jalapeño, rocoto, chile, chili, pimiento, guindilla todos primos de una misma familia muchas veces injuriada.

El proceso comienza con un profundo ardor de la boca, la llamarada y el fuego, el lagrimeo continuo y culmina, en la mayoría de los casos, con insultos de diversos calibres. Echilarse, dicen los mejicanos. Y si de algo saben ellos es de picantes.

En los países picanteros se bebe mucho alcohol, esta es una gran regla porque quien se ha excedido de ajíes sabe que beberse un gran vaso de agua sólo exagerará la sensación de ardor en la garganta. En esos momentos uno debe beber una cerveza helada, así el picante pasa y quizás no lleguemos a desplegar un abanico de originales y espontáneos recuerdos a las madres ajenas.

El uso de los condimentos fogosos se repite en las cocinas más diversas del planeta. Desde el descubrimiento de América se trasladaron a la cocina mediterránea y seguramente tomaron por sorpresa a más de un desprevenido. Pocas cosas son tan indescriptibles como haber ingerido demasiado picante, aunque usado en su justa medida gratifica, alegra y calienta el cuerpo.

A pesar de la mala fama de estos aliados de la cocina, nobleza obliga a desterrar esos viejos mitos y alejarlos del lugar de nocivos para el cuerpo. Algunos estudios recientes colocan a las comidas picantes como aliadas para paliar el cáncer, como extraordinarios analgésicos y tremendas fuentes de vitamina C; alejándolas de las tan temidas úlceras y otras complicaciones estomacales.
Es innegable que los picantes aportaron una dimensión nueva y extravagante al recetario europeo y asiático. Hoy nos resulta imposible imaginar los sabores sin el picante. Un sushi sin wasabi, un mojo no picón y una enchilada sin chiles…

Al parecer, los humanos somos los únicos mamíferos que ingerimos picantes a propósito, como muchos alimentos que nos llevamos a la boca, este también lo hacemos por el placer posterior que nos aporta. Dicen los científicos que nuestro cuerpo genera endorfinas para paliar el ataque de los ajíes y que consecuentemente nos inundamos de la una sensación agradabilísima de placer.
Por el placer de las endorfinas, porque el plato lo amerita, como excusa para beber cerveza, para sanar el cuerpo y alegrar el alma, ponerle un poco de picante a la vida jamás viene mal.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Fantástico artículo, Rosario. Como siempre, por otra parte. Gracias a ti he descubierto ésto: http://www.maikelnai.es/2007/01/10/de-como-las-comidas-picantes-pueden-matar-al-cancer/

Ivan Nadim dijo...

Una grata sorpresa encontrar tus palabras dando vueltas por la hermosa red de redes. Como una media de nylon bajando suavemente por la pierna de alguna mujer, esta red y tus invitaciones a gustar, son hipnóticas y adictivas.

Saludos pues.

Rosario Diaz Araujo dijo...

Hola Rafa: Muchas gracias por tus elogios. al final conseguiste el vino?
Muchos Saludos

Gabooo: Tanto tiempo!!! Muchas gracias por ese comentario que como un pendulo se mece sobre mi blog.
Muchas gracias por pasar.
Saludos